miércoles, 8 de junio de 2011

EL PASILLO. I


El pasillo era angosto, apenas iluminado.
Las mugrientas paredes hacían resbalar sus manos al apoyarse en ellas.
El poco aire que se colaba (sabe Dios por donde), lo inundaba todo con su aliento putrefacto. El hedor era insoportable.
La madera crujía a su paso bajo la raída moqueta y hacía frío.
Un frío despiadado que atenazaba cada músculo de su cuerpo.
El hambre presionaba su cerebro, que a su vez, presionaba su estómago que se retorcía por las arcadas, bien de hambre, bien de miedo, bien de ambas cosas.
¡Señor! ni siquiera lograba recordar cuando fue la última vez que comió caliente.
Fuera seguía lloviendo. Al menos, eso era lo que indicaba el constante repiqueteo que se había instalado de forma autoritaria y permanente en su cerebro.
Y el maldito pasillo seguía sin mostrar su final.
¡Dios!
Estaba tan cansado...
Se sentó; más bien, dejó caer su cuerpo cual fardo, y se acurrucó.
Y se sorprendió entonces presa del miedo. Pero ¿a quién, a qué, temía?
Allí no había nadie, sólo Él... o tal vez no.
Tal vez tenía compañía, tal vez no estaba solo, tal vez...
Un dolor agudo invadió su nuca y se estremeció.
Sus manos corrieron a enterarse de lo ocurrido y regresaron ante sus ojos teñidas de sangre. No era mucha, aunque sí la suficiente para asustarlo.
Entonces notó de nuevo el dolor, pero esta vez lo acompañó un golpe seco, contundente. Y los párpados comenzaron a pesarle, y la vista se volvió perezosa y se llenó de sombras.
Finalmente, sus ojos se cerraron despacio, asustados, incrédulos.
Estaba tan cansado, que aquel le pareció un buen momento para rendirse al sueño.
Aunque fuera un sueño eterno...