jueves, 26 de agosto de 2010

EL CAMINO... MI CAMINO.

( Para escuchar la música, clicar en "vídeo", en el Mixpod. )

Allí estaba.

De pie, frente al camino.

Un camino árido rodeado de maleza.

A la cadera y sujeto por su brazo, un viejo cesto de mimbre.

Hacía mucho tiempo que intentaba atravesarlo pero siempre pasaba lo mismo.

Una y otra vez, sus pies se negaban a moverse.

La llevaban hasta allí pero eran incapaces de dar un paso más.

Permanecían anclados a la orilla del polvoriento trecho.

De pequeña no le había parecido tan gris.
Al contrario, veía belleza en cada piedra y motita de polvo.

Sus pequeños piececitos bailaban al son de los grillos, y reía a carcajadas mientras perseguía mariposas de cien mil colores.

La maleza se le antojaba un bosque encantado. Donde hadas y duendes vivían en gigantescas flores adornadas con luces, y de hermosos colores.

Las piedras del camino eran para Ella tesoros maravillosos, que guardaba en su cestito de mimbre junto a las moras.

- Una morita al cesto, y una para mi tripita.
 Decía mientras reía sin cesar.

Creía que el sol era de oro puro y le gustaba mirarlo hasta que la vista se le llenaba de puntitos blancos que gustaba llamar, "angelitos de luz".

Todo es tan diferente a los ojos de una niña...

Pero ahora el sol la abrasaba, las piedras mordían sus pies, y sus angelitos se habían ido. 

Se inclinó levemente hacia delante.

Con ambas manos, asió su pierna derecha por debajo de la rodilla e intentó levantar el pie con fuerza…

¡Nada!

Lo mismo sucedió con la izquierda.

¡Ya está bien! Se dijo.

¡Esto no puede seguir así!

Pero sus pies permanecían irremediablemente pegados al suelo.

La necesidad por llegar al otro lado del camino crecía por momentos y ello le producía una terrible ansiedad.

El sudor empapaba su frente, los ojos le escocían por el sol, todos los músculos de su cuerpo se tensaban.

Le pesaban tanto las piernas…

De niña había recorrido ese camino junto a su madre en innumerables ocasiones en busca de moras.

Reían cogidas de las manos, cantaban mientras llenaban sus cestos. Y cuando Ella se pinchaba con las ortigas, su madre la untaba de barro las manos y el escozor remitía poco a poco.

¿Entonces?

¿Por qué era incapaz de recorrer una vez más el maldito camino?

¿Por qué sus pies se negaban a obedecerla?

Miró a ambos lados y entonces se dio cuenta…

Cayó de rodillas y su cuerpo se estremeció por el llanto.

Estaba sola.

Sola con su viejo cesto frente al camino de moras.

Sola…

Ella ya no estaba.

Y sin Ella, el camino se antojaba oscuro.

Una voz dulce susurró a su oído:

- Mi niña, no tengas miedo y camina.
Llegó el tiempo de dirigir tus pasos hacia donde quieras.
Que nada ni nadie te lo impida.
Pues los caminos, se hicieron para caminarlos

Apoyó su mano en el suelo y se levantó.

Le pareció ver un hada sobre su hombro.

Miró al frente decidida, levantó primero un pie, luego el otro.

Uno y otro, uno y otro, uno y otro….

Y sus ángeles regresaron. Y la acompañaron.

Hasta el final del camino.

El viejo cesto repleto de moras, las manos rojas por las ortigas.

Su cara por fin, surcada por una sonrisa.

- Llegué, lo conseguí.
Logré pasear sola por nuestro camino.
Por ti, por mi.

Entonces lo supo:
Nunca había estado sola.
Ella siempre caminaba a su lado, de su mano.
Y se sintió feliz.
Sus pies nunca más se detuvieron.
Paso a paso, recorrió los mil caminos de la vida.

Porque los caminos, se hicieron para caminarlos.